Dillom en la Ciudad de México: Lxs muchachxs otra vez están dispuestos a mojarse los pies con tal de escuchar rock
Fotos por Omar Arellano (@ghostcolour).
A lo largo de la historia, el mundo ha sido testigo de cómo les muchaches hemos sido capaces de todo con tal de vivir el rock. Desde dejar de vestirnos como abogadxs, pelearnos con nuestras madres para convencerlas de que lo que escuchamos no es satánico (aunque a veces sí lo sea) y hasta ser perseguidos por la policía.
Sin embargo, en años recientes (más que en cualquier otro momento del tiempo), parecía que ya nadie iba a exponer alma y cuerpo con tal de llegar a tiempo a un show de guitarras y griterío.
Sobre todo porque eso que llamamos “rock” se convirtió en la madriguera de señores chocantes y ortodoxos que, rebasados por la pérdida de su juventud, se aferraron a lo único que medianamente creen que les pertenece: una playera negra mal estampada de Iron Maiden.
Tampoco podemos culparles. Así como cuando los Sex Pistols le decían a los Rolling Stones que se habían vuelto aburridos y aburguesados, seguramente esos señores rancios alguna vez también fueron las ovejas negras de sus familias.
El problema es que al final todos estamos condenados a convertirnos en eso que odiamos. Pero regresando a la ruta original de este texto: el rock.
Como dice el odioso de Alex Turner: «a veces podrá parecer que se esconde, que se desvanece entre la espectacularidad de otras cosas; pero que nunca morirá… Y no hay nada que podamos hacer al respecto».
Este sábado, para sorpresa mía incluso, tocó ver la confirmación de que eso que dice Alex Turner es absolutamente cierto.
Alrededor de la Carpa Velódromo, al oriente de la Ciudad de México, solo se sentían dos certezas: un frío que nos tomó a todos por sorpresa y una lluvia incómoda, de esas que crean ecosistemas ideales para lombrices de lodo y mugre.
¿Mojarnos los pies por ver a Dillom en la Ciudad de México?
Al principio nos resistimos y fuimos tan osados como para creer que teníamos argumentos contra la naturaleza: una fila que eludía todos los charcos, aunque el camino fuera más largo y al final nos volviera a topar con una laguna capaz de desaparecer Liliput.
Pero como comentó un amigo que me invitó a meterme a dicha fila: “Es parte de la experiencia”. Y por un momento, toda esa necesidad de mostrarnos glamourosos e impecables dejó de importar. Solo queríamos escuchar a Dillom.
Sí sí sí, yo sé que hasta ahora este texto -aparentemente- ha faltado a su promesa de hablar de Dillom tras más de diez párrafos desde su inicio. Aunque me gustaría justificarme diciendo que, en realidad, este lo-que-sea de letras es todo sobre él.
Él y su Por cesárea (2024). Dillom y su POST MORTEM (2021). Él y su falta de filtros para decir las cosas tal cual las piensa, a pesar de que en el proceso salgan a colación las novias de sus mejores amigos y chistes de penes gordos. Dillom y su rock.
Esos raperos lloran como un sauce
El concierto empezó tarde. Trastocó esa falta de paciencia que tenemos todos ahora. Las ganas de orinar se juntaron con las ganas de seguir bebiendo. Y, para desgracia de todxs, cerraron el acceso al baño hasta que diera inicio el show.
Afortunadamente, a Dios aún le quedan dos gramos de sentido común y el show, con todo y que tuvo una afluencia más que aceptable, no se llenó por completo. De lo contrario, la posibilidad de estampida habría gobernado el aire.
A pesar de que Dillom empezó en el nicho del trap, el público de su show fue transgeneracional y diverso. No era para menos. La oferta era ambiciosa: escuchar en vivo uno de los mejores discos en español del 2024.
La ejecución de este show de Dillom en la Ciudad de México estuvo a la altura de la expectativa. No ahondaré en decir que canciones tocó y mejor usaré esos caracteres para invitarles a que escuchen Por cesárea (2024) y POST MORTEM (2021)
Lo que sí puedo escribir es que para las condiciones del venue, sonó muy bien. Probablemente mejor que cualquier otro acto que haya visto antes en ese cuchitril que es la Carpa Velódromo. Esto porque se trata de un espacio que originalmente no fue pensado para espectáculos en vivo.
Lo hicimos, con tal de ver a Dillom en la Ciudad de México
Moshpit. Sudor, mucho sudor. Canciones cantadas por miles. Energía. Lo usual de todos los conciertos pero al mismo tiempo no. El rock volvió a ser realmente emocionante y eso que enfrente estaba tocando Metallica.
No es casualidad ni una coincidencia. Lo que genera Dillom se debe a que, sin importar la aceptación de la crítica especializada, el tipo presenta una propuesta contracultural. Es un incel confeso. Un hombre incómodo. Un rockero de esos que podríamos asumir que huelen a humedad.
Y lo es en tiempos de una sociedad que durante los últimos años se ha empecinado en moldear una moral impoluta. Una sin matices y capaz de omitir por completo que está compuesta de seres humanos capaces de lo mejor y lo peor.
Tampoco es como que Dillom sea el centro del discurso, y mucho menos que deba asumirse como tal. Pero sí simboliza la esencia que ha fundamentado al rock desde siempre: el enojo.
Y puedo asegurar que, si hay un sentimiento que otra vez predomina en los corazones de todos los que habitamos en este mundo es el enojo:
Por las guerras, porque no hay trabajo, porque el aire se está volviendo imposible de respirar, porque la vida va muy deprisa y todo se siente rutinario, porque el Amor y el Sexo ya no se sienten como antes, porque desaparecen a nuestros amigos… Porque no hay futuro, esencialmente.
Entonces, al final, el rock es eso: estar dispuestos a mojarnos los pies con tal de encontrarnos a otras personas que también están enojadas.
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