Bahidorá 2024: La ruptura de nuestras ilusiones
Fotos por Vanessa Torres (@esssauroo).
A estas alturas del juego, la declaración “los festivales musicales se tratan de todo menos de la música” se encuentra en una cornisa extraña entre ser un lugar común y ser una opinión de señor amargado.
Curiosamente, aún en ese limbo, no pierde posibilidades de ser una realidad: es claro que, después de la Pandemia, el mundo del entretenimiento y en consecuencia la industria de los espectáculos sufrieron un cambio radical en su curso, lo que puso en funcionamiento nuevas reglas y dinámicas que aún ahora no terminamos de entender.
Un aumento considerable en los precios, comportamientos inéditos por parte del público, cambios en la infraestructura física de los eventos y un largo etcétera.
Aunado a esto, la necesidad de compensar el tiempo de encierro creó una necesidad desmesurada por asistir a todos los eventos disponibles, lo que prácticamente nos ha llevado a cuestionarnos el significado de la “segmentación de audiencias”.
Todo está sucediendo en todas partes al mismo tiempo.
Y ahora la fan de Ozuna, la fan de Blur, la fan de Rosalía, la fan de Tiesto, la fan de Junior H y la fan de Twice pueden ser perfectamente la misma persona.
Esto en buena medida también responde a la hiperestimulación digital, la ruptura de prejuicios y un replanteamiento en la construcción de identidades culturales; pero al final todas las causas se conjugan.
La industria , como dicta su naturaleza, ha respondido a esto explotando dicha necesidad desmesurada por consumir cuanto show se nos cruce en frente.
Y sí, es importante la elección de la palabra “consumo” por encima de otras como “apreciación”, por ejemplo.
Porque la lógica conceptual de “consumo” se lleva bien con voraz.
Sin embargo, tras tres agitados años en los que sí, vivimos momentos increíbles (The Eras Tour, el debut de Blackpink en nuestro país, los conciertos de Bad Bunny en el Azteca, el ya legendario Corona Capital 2022, todas las fechas de Sin Cantar Ni Afinar Tour de C. Tangana y las demás emociones del pasado que se nos vengan a la mente) hoy el caballo empieza a dar signos de agotamiento.
Y regresamos al título de este texto: Bahidorá, el evento que de manera oficial inaugura la temporada de festivales de primavera en México. Una franquicia ya clásica que cada febrero nos lleva a Las Estacas para vivir el calor eterno en pleno invierno.
A menos, claro, que el calentamiento global haga de las suyas y como en esta edición 2024, nos rodee de lluvia y frío.
Quizá fue el motivo principal por el que los ánimos no preparados para vientos empezaron a comportarse como lo hicieron: con desdén, casi en automático, como si estuvieran ahí porque era peor haber hasta más de tres mil pesos y no hacerlos valer la pena.
Como la premisa que pusimos a discusión al inicio de este texto, realmente se sentía como si la música fuera lo menos importante.
Y ya ni siquiera la psicodélica ante el fantasma del fentanilo respirando a nuestras espaldas.
Solo éramos algunos miles ahí, que reaccionaron en función de lo que se supone debe ser la diversión: siendo la pantomima de quienes bailan, que quienes beben, que quienes se rodean de sus personas favoritas para pasar uno de los mejores momentos de su vida para escuchar su canción favorita en directo.
Y ya ni eso: entre el “ensayo” de cinco horas que propuso African Express, los desangelados sets de Flying Lotus y Tainy y las presentaciones robóticas de la mayoría de los DJs, Bahidorá nunca terminó de carburar.
Pero no es del todo culpa del evento: en realidad ese fantasma ha merodeado todos los eventos masivos desde el pasado Hipnosis.
La aventura 2024 apenas comienza, pero parece que la tendencia se inclina a cambiar, y a partir de eso, no parece descabellado que nos dirijamos a la esquina contraria: una en la que regresemos a los shows más íntimos, con comunidades arraigadas, en calidez y sin tanta parafernalia.
O quién sabe: tal vez ahora elijamos simplemente no asistir.