A la roquerita que se lo meto con to’ y Vans: Un pensamiento sobre el papel de la mujer en la industria musical

#IntraCassini es una sección donde el equipo de redacción de Cassini aborda un tema de interés propio con completa libertad, siendo un texto puramente opinativo, descubriendo el mundo de cada mente creativa.

Alfredo Nieves Molina, in memoriam

Yo soy esa rockerita

A los diez años creía, o más bien, me hicieron creer que el reggaetón era el género musical misógino por excelencia. Evitaba escucharlo públicamente, y siempre negué que en mis bocinas y audífonos se reproducía, pero siendo honesta, sucedía en la clandestinidad de mi cuarto. Me gustaba mucho escuchar a Wisin y Yandel, aunque no comprendía –y no tenía mucho interés de hacerlo– del todo sus líricas, sólo me enfocaba en que sus rolas sonaban chilas y que siempre me ponían al puro pedo.

Crecí oyendo reggaetón, pero siempre sintiéndolo como algo malo, de mal gusto, de ‘nacos’ y algo ‘ñero’. En su momento, no reparé en los motivos que me provocaban ese sentir, pero el argumento más repetitivo, siempre enunciado por hombres, y que interioricé. Era básicamente que en las letras tratan mal a la mujer, nos sexualizan, nos degradan, y nos llaman putas.

Además, las vatos enfatizaban en qué el reggaetón no es música.

A esa edad ya escuchaba metal. El death metal rápidamente se convirtió en mi subgénero favorito, y hasta la fecha lo es. Mi primer contacto con el heavy metal fue a finales de 2007, en ese entonces estaba encaprichada con tener un iPod. Sin embargo, ni sabía bien que tanto iba a escuchar, pero lo necesitaba. Para cuando tuve uno en mis manos –no de mi propiedad– no sabía lo poderoso que sería ese dispositivo, y la incidencia que tendría en mí a futuro. Me ayudó a entender la importancia de piratear, y qué el hacerlo estaba ok porque era una estrategía de desvío y una forma de democratizar el conocimiento. En la explicación de cómo funcionaba ARES y como llegaba la música al iTunes, y luego como terminaba almacenada en el iPod; por error o casualidad le di play a Phantom of the Opera de Iron Maideny me voló la cabeza, los oídos, todo.

Los años posteriores fueron una lucha por demostrar que el metal no era algo del diablo, sino que era mágico, radical y genial. Algo acá, algo chilo, algo que está con madre. Pasó el tiempo y en el proceso de evidenciar que no había otro mejor género musical, tuve que empezar a probar que yo sí sabía –un chingo– sobre el verdadero metal, y que yo realmente sí era muy trve. Lo curioso es que sólo los hombres ponían en duda mis conocimientos y mi gusto por este tipo de música.

Nunca le di mucha importancia.            

Cuando tenía 13 años fui a mi primer concierto de una banda de metal. A los catorce años ya tenía una colección considerable de discos, que en su mayoría, fue patrocinada por mi papá y con ciertas donaciones de mi tío “El Metalero”. Conocí el Circo Volador, y tiempo después (por fin) tuve mi primer iPod. También fue la primera vez que me agarraron una nalga en un concierto (Black Sabbath, 2013). Mi asistencia a los shows se volvió algo muy recurrente, a los quince años ya había visto a la mayoría de mis bandas favoritas, y no sólo eso, también fue la primera vez que sentí miedo al estar en un concierto. Un vato pensó que no pasaría nada y decidió tomarme una foto sin mi consentimiento.

A los dieciséis entendía que ya no podía ni debía escuchar un sólo género musical. Así mismo, tuve mi primer momento incómodo en un festival al lidiar con un borracho que –a huevo– quería invitarme una cerveza (Hell and Heaven Metal Fest, 2014). A los 17 años, aparte de reggaetón y metal, comencé a escuchar hip-hop, y a pensar en pretextos para no pasarle mi facebook a los weyes que se ponían insistentes sólo por haber coincidido en el mismo concierto; y que supongo, se imaginaban que por escuchar a la misma banda sería la oportunidad y el pretexto para comenzar y forzar una interacción.

A los dieciocho, me lamenté de no haber asumido mi gusto por Don Omar, Plan B y Tego Calderón públicamente, y dejé de entrar al slam para no recibir apretones y arrimones sino iba acompañada. En el 2017, cubrí mi primer festival de música como fotógrafa y me cuestionaron si era capaz de hacerlo por mi tamaño, por mi altura y por mi complexión; yo creo que –la neta– dudaron de mi capacidad por ser una morra. En 2018, dejé de ir a conciertos de metal con la frecuencia que lo hacía y comencé a cuestionarme lo que sucedía a mi alrededor; y me volví más consciente al escuchar.

Me di cuenta de lo molesto que era leer y oír las señalizaciones y las críticas cargadas de racismo al reggaetón, pero sobre todo, resentí lo cansado que es estar en constante escrutinio por consumirlo mientras denuncias violencia de género porque en el imaginario colectivo no puedes hacer a la par ambas acciones. La cosificación de la mujer sucede en todos los géneros musicales, y la violencia patriarcal –y racial– atraviesa tanto a la música como a nosotres. Es importante no desmarcarnos de dicha problemática, no podemos seguir sordeandonos.

Y un día, me pregunté: ¿Un hombre (cis) cómo vive la música? ¿Un vato cómo experimenta ser metalero, o simplemente el asumirse como melómano? ¿Padece todo como le pasa a una mujer (cis)? ¿Se privará de asistir y ocupar espacios? Luego me dieron ganas de hacerla de a pedo, y quise repensar las –rancias– figuras de artista, músico, genio, autor, fanático. Primordialmente, la concepción de groupie y musa.     

Le conocí en la disco, y me le pegué como groupie

Me interesó estudiar Artes Visuales porque uno de mis sueños era ser Derek Riggs o Paul Romano, pero –en morra– y anhelaba, en un futuro incierto, trabajar para Relapse Records o Metal Blade y poder ser colega de Mark Riddick, Vance Kelly y James Callahan. Ese siempre ha sido mi deseo, por lo que fue inevitable no entablar una relación entre el arte y la música mientras estudiaba la carrera. Concatenando esto último, me parece importantísimo revisitar las incidencias entre estas dos disciplinas, por ejemplo, podríamos hablar del impacto en la industria musical que tuvo Cynthia Rennie, mejor conocida como Cynthia Plaster Caster, estudiante de Artes Plásticas y una famosa groupie que desarrolló una práctica artística muy interesante. Su relevancia fue tal que Kiss le compuso y dedicó una canción.

Todo comenzó con una encomienda de un profesor de la carrera; la instrucción consistía en  generar un molde de yeso de un objeto sólido. Durante su proceso creativo, tuvo una ocurrencia un tanto divertida y absurda que le daría una ventaja sobre las otras groupies. Decidió hacer moldes de yeso de los penes erectos de rock-stars porque era una manera de acercarse a éstos, aunado a que de esta forma podía demostrar que realmente amaba su música. Eso sí, le tomó un poco de tiempo averiguar cómo abordarlos y que ellos accedieran, pero una vez que lo hizo; acumuló una impresionante colección.

Uno de los músicos que más se interesó en su proyecto fue Frank Zappa; y me parece sustancial acotar que su quehacer artístico, al igual que toda su obra producida, se consideran y se reconocen como una práctica artística legítima debido a su enfoque e intención. La formación académica ‘formal’ de Cynthia propició, en parte, que su vasta colección de falos fuera exhibida en varios museos y en Nueva York.

La creatividad y habilidades artísticas dentro de las industrias musicales pueden derivar en otras disciplinas como la fotografía, el baile, el canto y la creación de obra visual, aunado a la composición y a la ejucución de un instrumento musical. Es innegable que muchas groupies –mujeres entusiastas– se inspiraron en gran medida en la música que les gustaba. Ellas también querían tocar, crear música y hacer arte. No obstante, en el mundo musical eran pocas y de difícil acceso las vías para desbordar esa pulsión y eran mínimas las oportunidades para que las mujeres fueran otra cosa que simplemente admiradoras.

Sin aceptar este designio, y a través de sus prácticas artísticas, las groupies fueron capaces de ingresar e integrarse al medio y a las industrias culturales.  A la par, se convirtieron en una amenaza para el patriarcado que ya se había instaurado en el rock y en el metal. Varias groupies y fanáticas fueron cruciales para los procesos y la creación musical.                  

La figura de groupie se asocia con las dinámicas y discursos que aluden al rock y metal en el imaginario colectivo, que rápidamente se convirtió en una convención social. A su vez, se estipuló que desempeñaba un papel importante en la famosa frase: «sexo, drogas y rock n’ roll» debido a que la mujer es un elemento para consumar dicha formula. ¿Y cómo saber si eres groupie? Y ¿Por qué querríamos ser una? No me gustaría responder, pero existe y conocemos una representación muy sólida instaurada en la cultura y literatura gracias a los medios masivos de comunicación, donde la definen como una fanática que busca relaciones emocionales y/o sexuales íntimas con músicos. La consolidación de la identidad groupie se definió gracias a la revista Rolling Stone en 1969 gracias a un artículo titulado «Groupies and Other Girls», de John Burks, Jerry Hopkins y Paul Nelson.

Me parece injusto concebir la existencia de dicha tipificación, y sobre todo, la atribución que se le adjudica a una fanática. Gracias a la mentada etiqueta, se asume que ella está más interesada en ser la novia del músico, o en tener sexo con rockstars que en su música. Se ha promulgado la idea de que son fáciles y/o promiscuas, con baja autoestima e ignorantes respecto a su gusto e interés por la música. Vaya, que no pueden ser melómanas y que no son lo suficiente para ser consideradas como verdaderas fanáticas, pero paradójicamente se les piensa también como depredadoras de músicos. Mujeres que ignoran la obra artística y que siempre anteponen su deseo de sexo con celebridades. Me parece innecesaria la visión respecto a ésta figura, ya que se le atribuye una descripción inequívocamente peyorativa que sólo se centra únicamente en las motivaciones sexuales.

Ésta etiqueta se aplica casi exclusivamente a las mujeres y se ha convertido en un término utilizado peligrosamente para describir a todas las fans, esposas y novias, e incluso a las mujeres que trabajamos en la industria musical. Como escribió en twitter, el consagrado fotógrafo de conciertos, el maestro Fernando Aceves: “Soy la fotógrafa de la banda, además el vocalista es mi novio: Memorias de una groupie.” Siendo sincera bajo esa sentencia, yo también podría ser y soy una groupie. Este –pinche– nombramiento me parece absurdo e innecesario puesto que encasilla a todas las experiencias de mujeres con el rock y metal, y con la música en general, a una sola motivación: el sexo, y en consecuencia nos excluye de la participación y de la producción artística.                     

Hoy chingaste con una leyenda que no va a volver a nacer

Tenemos que empezar a visibilizar y cuestionar las acciones y actitudes como el menosprecio, el hostigamiento y el acoso porque se hacen presentes en nuestras realidades y aquejan tanto a la mujer que es artista, fanática, escucha, espectadora, crítica, intérprete, y a toda aquella que esté inmersa en la industria musical. Estas acciones que están un tanto normalizadas, nos afectan, ya que se interiorizan. Un ejemplo, al etiquetar o tipificar a las personas bajo dicotomías genera que la convivencia se torne en una dinámica hóstil con asimetrías, ya que se reproduce una práctica sistemática que refrenda y mantiene la hetero-normativa y la supremacía racial en las industrias culturales; sin oportunidad de anteponer un cuestionamiento o dar pie a una reformulación. Sosteniendo la violencia patriarcal, y en este caso, llamarnos groupies nos niega la posibilidad de proponer, crear y producir.

En la escena del rock y metal, entendidas como músicas, la normativa respecto a la expresión de género – desde el binarismo de género– ha sido desafiada en múltiples ocasiones, particularmente en relación con la apariencia y vestimenta; refiriéndome a la longitud del cabello y el uso del maquillaje –el glam metal y los blackers–. Sin embargo, los géneros musicales referidos han sido durante mucho tiempo un sinónimo de masculinidad hegemónica sostenida por la blanquitud y la heteronorma; siendo éstas concepciones los pilares que sostienen el patriarcado en estas expresiones sonoro – musicales. En las palabras de James Brown: It’s a man ́s man ́s man ́s world. (Es un mundo de hombres).                              

Tenemos que considerar que la identidad de groupie se encuentra en la intersección entre lo asociado a los roles de género y al marketing. Esto se debe en gran parte a que la creatividad, la producción y las manifestaciones artísticas se construyen de tal manera que las mujeres son segregadas o incluso excluidas. Se puede inferir que dentro de las industrias musicales las mujeres (cis) están subyugadas a todos niveles y en todos los cargos, y sufriendo violencia de género.

El estilo y la estética del rock y metal se piensa comúnmente como masculino y como una expresión de lo masculino. En tanto, en términos de la naturaleza y los medios de producción, el negocio de la música rock y metal es dirigido predominantemente por y para los hombres. Músicos, escritores, compositores, instrumentistas, críticos, periodistas, intérpretes, técnicos, ingenieros, productores, promotores y staff son hombres en su mayoría. Las mujeres seguimos subordinadas con roles limitados a aquellos que encajan con las nociones masculinas de los alcances de la habilidad femenina. Por ejemplo, siendo cantantes o agentes de publicidad y prensa.

No obstante, es necesario reconocer el trabajo que se realiza pese a las limitaciones y circunstancias. Sylvia Massyen Undertow (1993) de Tool, Cordell Jackson, Sylvia Robinson y Sugarhill Records se volvieron un hito para las mujeres interesadas en la música.

Las escenas del rock y metal se mantienen activas mediante las prácticas sociales sujetas a una posición heteronormada que garantiza que el estatus más alto será el del músico y que éste estará reservado a los hombres y que propiciará a su vez, que las mujeres sean aptas sólo para atender sus deseos. A éste ambiente sexista cargado de diversas actitudes que manifiestan dudas sobre las capacidades intelectuales de las mujeres se agrega, además, la existencia de un ambiente de trabajo cargado de leves, medianos y graves actos de hostigamiento, acoso –laboral– y acoso sexual. Refiriéndome respectivamente en el primer caso a las agresiones sexuales, físicas y verbales dadas bajo la noción entre pares.

El segundo término engloba abusos, agresiones y propuestas en una relación de poder, donde se aprecia claramente una mayor jerarquía del agresor y que es evidente una intencionalidad con un carácter sexual mediante el lenguaje corporal y verbal que generan incomodidad; y en el último caso ya involucra tocamientos o roces en el cuerpo de la persona afectada.

Tras un proceso un tanto tortuoso y muy reflexivo, pude rememorar para enunciar la primera vez que un vato (en estado de ebriedad) se me acercó para invitarme una cerveza, y que ante mi negativa fue muy reiterativo y molesto. No fue un momento incómodo, fue hostigamiento. La primera vez, y las veces subsecuentes, donde fui tocada sin mi consentimiento estando en un slam o moshpit fue acoso sexual. No algo que yo provoqué por querer estar en esa situación y vivir la experiencia. Finalmente, entendí que las propuestas de conseguir una acreditación de prensa a un concierto o festival a cambio de compartir nudes o vernos y ‘pasar el rato’, fue y es acoso.                                      

Ella es maniática. Adicta a mi flow, mi fanática

También confirmo que las mujeres somos sistemáticamente excluidas por la prensa musical de cualquier discusión seria, ya sea como músicas, críticas o fans. Una de las tácticas utilizadas por la prensa musical puede ser desde ignorarnos por completo, hasta poner en primer plano la feminidad por encima de las capacidades musicales; y construir una credibilidad musical como rasgo masculino que las mujeres no serán capaces de lograr. A estas alturas. ¿Es necesario seguir haciendo rankings? Pensemos en: “10 bandas de metal con mujeres” o “Las mujeres más hermosas del metal”. Postear imágenes de las vocalistas más reconocidas en RRSS no es periodismo musical.     

La segregación es un mecanismo muy eficiente para salvaguardar los territorios y privilegios masculinos, y no sólo eso, magnifíca e instaura la creencia respecto a las capacidades diferenciadas entre hombres y mujeres. –Dicha problematización podría expandirse, aún más, si damos pauta y abriéramos el espacio de forma imperante para escuchar también a las personas no binarias y trans–.

Al menos, en este caso, el excluir a las mujeres de la producción creativa; provoca que la identidad de groupie se base no sólo en la diferenciación respecto al género, sino también en la dicotomía entre el trabajo y el no trabajo. Construyendo una identidad -social- que es clave y relevante, que también podemos denominar como ‘marketplace role’ que clasifica a las personas gracias a la ambivalencia: productor/consumidor. En la industria musical, los roles de mercado se manifiestan como: artista/audiencia, y músico/fanático.

Las agresiones que sufrimos las mujeres (cis) se vuelven parte de una práctica instaurada en el núcleo de las desigualdades, producidas a su vez por el ordenamiento de género como forma de organización social. Que han prevalecido gracias a las jerarquías que las relaciones entre lo masculino y femenino establecen: superioridad/inferioridad, poder/subordinación, actividad/pasividad, sujeto deseante/objeto de deseo. Esta lógica se traduce, en el imaginario y deviene en la cosificación de las mujeres y la apropiación de sus cuerpos por parte de los hombres. Las prácticas violentas hacia las mujeres han adquirido múltiples facetas que van desde formas evidentes y prácticas sutiles.

Dado que el mercado requiere tanto producción como un consumo para funcionar, los productores y los consumidores son dependientes y, por lo tanto, padecen de la misma condición. Un proceso reflexivo en torno al fenómeno cultural nos permite explorar los procesos detrás de la construcción y el mantenimiento de la identidad, la identificación y sus efectos.

Principalmente, podemos advertir del papel que desempeñaron los medios de comunicación para construir estereotipos, como el surgimiento del término “groupie”. En segundo lugar, implantar las nociones de «credibilidad» y «autenticidad» en las industrias culturales; que a su vez, se volvieron fundamentales para la propagación de productos artísticos y su consumo. Y no sólo eso, aunada una repercusión entendida como la estigmatización. En este caso, se manifiesta como rechazo, como una desacreditación e invalidan el papel de la mujer en el rock y metal; y diferenciando a los consumidores como posers y como trues.

En tercer lugar, el entrecruzamiento de la feminidad con el fandom base, justo como ocurre en la construcción de groupie, que sirve para magnificar las identificaciones culturales sobre las mujeres reduciéndolas a objetos sexuales y simplemente como consumidoras pasivas de la cultura de masas, que refuerza la identidad de un grupo y su exclusión del trabajo creativo. La construcción y la normalización respecto a las mujeres como ocupantes de los niveles inferiores de la jerarquía cultural, es una forma de violencia simbólica que ayuda a perpetuar y reproducir las relaciones de poder entre hombres y mujeres (cis). Considero que la problemática, no radica únicamente en la lucha por el control de la cultura y su producción, más bien, se centra en quien tiene el poder de definir qué es el trabajo creativo, quién puede hacerlo y en qué condiciones. Y esto va más allá, hacía una crítica al entramado social en el que estamos inmersas.

No obstante, el «fan» me parece una categoría interesante, y también  problemática, entendida como una identificación y como un rol dentro del mercado; principalmente porque desafía la dualidad de productor/consumidor. Una fanática puede ser entendida simplemente como alguien que ha desarrollado un tipo especial de relación –afectiva– con el objeto de su admiración (artistas, género musical). En tanto, una diferencia importante entre groupie y fan, se aprecia en que la primera también tiene acceso al músico cuando no está en el escenario. La groupie, a diferencia de otros espectadores, cruza con éxito el estado liminal entre el público y el intérprete; crea un deseo para la audiencia, la groupie puede borrar la frontera entre el escenario y la vida del artista.

Quizás por eso, tanta tirria.

Sé que quieres, se nota, lo que tú ere’ es senda bellaca

Una de las consecuencias, dentro de los ambientes donde prevalece la subvaloración del trabajo de las mujeres, es que nos orilla constantemente a tener que superar el desempeño de los hombres para ser valoradas y reconocidas en igualdad de condiciones.. Me gustaría abordar la concepción que también se le atribuye a la groupie: una musa. Un hombre brillante y creativo – genio– es a menudo llevado a la cima gracias a su musa. A lo largo de la Historia, algunas mujeres han “ayudado” a revolucionar a las Artes. Sin embargo, yo quiero ser artista, no ser la musa de alguien.

La noción de groupie-as-muse contrasta con una representación dominante; evoca a la groupie como una figura importante, especial, inspiradora, fuerte y productiva. No obstante, y al mismo tiempo, el pre-supuesto cultural predominante respecto a las mujeres dentro de las industrias creativas se reduce a reconocerlas sólo como una inspiración artística. Si bien, –en su momento y en un contexto histórico determinado– las musas fueron importantes, y posiblemente esenciales para erigir la narrativa y la figura de genio; es indiscutible que margina a las mujeres a un papel de apoyo en el trabajo artístico. Y sobre todo, tendríamos que considerar que la noción de genio nunca existió.

La figura de groupie se confundió y se construyó como una concepción inherente a la mujer, que a su vez envolvió a todas las mujeres asociadas con la música. Y la idea de ‘musa’ se diseminó en el Arte, en general. La identidad de groupie reproduce y refuerza eficazmente las arraigadas, rancias y arcaicas jerarquías de género dentro de las industrias culturales que posicionan al hombre como productor y a la mujer como consumidora.

En esta escena musical que vivo y comparto, las mujeres no estamos completamente excluidas del mundo del rock y metal, pero el único rol que nos queda para ser partícipes nos limita a fungir como consumidoras pasivas o mero ornamento. Al enunciarnos y cuestionar; las estructuras se ven obligadas a frenar la resistencia que vamos construyendo cada que abrimos un espacio, un diálogo, una escucha atenta o cualquier acción donde podamos imaginar otras posibilidades para subvertir y reformular lo ya preestablecido. El papel de la mujer en el arte, las industrias culturales, –y dentro del rock y metal–  puede estar en constante reposicionamiento, y debe de estarlo.    

Para lograrlo tenemos que tener presente cómo se sustentan los roles del mercado. Tanto la producción como el consumo tienen que existir para que el intercambio funcione, pensar que ambos roles tienen que tener el mismo estatus es un tanto complejo, puesto que se ha hecho hincapié en los discursos académicos, políticos, económicos y en las narrativas cotidianas sobre la importancia del consumidor. No es por nada que la sociedad contemporánea sea llamada (y criticada como) la «sociedad de consumo» impulsada por una «ética de consumo». Donde la producción queda un tanto eclipsada y relegada de los cuestionamientos directos.                                               

Ahora bien, tenemos que tener presente que todo lo que tiene el valor de uso en la vida cotidiana se transforma en un producto comercializable con un valor de cambio. Por ejemplo, tanto Adorno como Attali –viejitos académicos del Norte Globalargumentan que las ofertas de mercado musical son productos básicos que debido a que son controlados, ordenados y moldeados por el capitalismo; ejercen poder y estructuran nuestros patrones de consumo de maneras que nos transforman en dependientes del capital. La presencia del consumidor de música toma la forma de las masas, al igual que sus deseos; y si las masas piden ver a mujeres con poca ropa, y chichis –sea dentro del metal o reggaetón o cualquier género musical– se les dará.

La música popular se reproduce en una forma similar a la de las materias primas, que enmarca el compromiso musical como «consumo» y parece ser aceptable.  No obstante, incluso en la música popular, el consumo a menudo se ve afectado de otras maneras, como el fandom. El reggaetón, enmarcado dentro de la música popular, es un género masivamente distribuido y consumido; se asume que no pretende que su contenido sea de nivel muy elevado, ni para intelectualizarlo sino más bien que sea digerible y disfrutable para las masas juveniles.

Como se puede percibir, luego de una lectura rápida y un tanto reduccionista; el contenido de las canciones es de índole sexista debido a que hace una clara referencia al sexo, la violencia y las asimetrías de género. En dicho género musical la mujer asume un rol pasivo y sumiso, mientras que el hombre es quien porta el rol dominante y activo. Sin embargo, ¿No pasa lo mismo en el metal? Sólo hay que revisar las portadas de grindcore/pornogore para confirmar la representación de una relación de poder asimétrica y abusiva donde la mujer se presume afectada.

El reggaetón es un género que actualmente cuenta con una gran difusión gracias a los medios de comunicación que en estos tiempos llegan a los escuchas de forma digital. Es una música que alude a lo sexual de manera implícita y/o explícita, tanto en las letras de las canciones como en las imágenes de los videos musicales, así como en la forma de bailarlo, pero lo mismo pasaba con otras expresiones artísticas. No tendriamos que sorprendernos si Maluma canta que está enamorado de cuatro babies y que con todas quiere chingar porque tendría que ser igual, o en mayor medida, de indignante que el te quiero puta de Rammstein o Addicted to vaginal skin de los Cannibal Corpse.

Esa rockerita…

Como una de las tantas músicas del Sur Global, sin duda, manifiesta en su semántica una diferencia de género y un sexismo. Ya que la violencia simbólica se hace presente, aunque a las mujeres nos guste escucharlo y bailarlo, se difunde una imagen de la mujer como objeto sexual y sumiso, mientras que en contraparte el hombre es mostrado como dominante y agresivo. Al menos esa es una de las lecturas predominantes. No obstante, no tendríamos que centrarnos únicamente en los productos culturales sino ahondar mucho más en el entramado social en el que estamos inmersas.

 La crítica hacia la violencia patriarcal tiene que venir acompañada de un cuestionamiento respecto a la raza y clase. De lo contrario, vamos a seguir generando dicotomías y contraposiciones que limitan más de lo que proponen. Tanta crítica apabullante –y cargada de racismo– únicamente para el reggaetón sólo porque está en boga y se le sigue pensando como un fenómeno de la ‘baja’ cultura, aunque esté en proceso de blanqueamiento se vuelve ésteril y no trasciende. Aunque ahora, los corridos –tumbados– están en la mira de la detracción, y al mismo tiempo, de la asimilación, aunque en estos se enuncie otro tipo de violencia.                                             

Por otra parte, se ha dado por sentado que el reggaetón no enuncia problemáticas sociales, como lo hicieron el rock, el metal o el punk, se pensó que sería momentáneo. Aunque no podemos negar que ésta expresión sonora ya lleva un tiempo considerable siendo relevante para la población juvenil del Sur Global. El capitalismo, aunado a los procesos de industrialización y a la cultura de masas han generado que los procesos de democratización, al igual que las subjetividades, y en este caso, las formas de entender la sexualidad hayan sido permeados por esta propuesta sonoro – musical, por lo que, fue y sigue siendo tan cuestionado y criminalizado.

 ¿Lo mismo le pasó al metal? Supongo que sí, aunque no me tocó de primera mano presenciar su proceso de afrenta. En cambio, crecí escuchando reggaetón. Sí comprendemos que dentro de las sociedades contemporáneas uno de los problemas al que nos enfrentamos es que siempre se han presentado y van a presentarse rupturas en los espacios, en las dinámicas y en las relaciones sociales; derivando en una constante búsqueda de sentidos y de prácticas para afianzar una estabilidad para seguir sometiendo y salvaguardar el control.

Los hechos históricos que acontecieron, y que siguen ocurriendo, propiciaron problemáticas estructurales y gracias a lo sucedido, se afincaron sistemas de opresión que actualmente me atañen y me atraviesan. La concepción de modernidad, las reminiscencias de la colonialidad, el eurocentrismo al igual que el patriarcado, la blanquitud, la misoginia y el racismo, forman un entramado y envuelven expresiones y dinámicas que disfruto y amo, como lo es la música, el arte y la fotografía. 

Yo planteo y creo fervientemente que el pensamiento artístico puede responder cómo el dispositivo que puede desconstruir y cuestionar para reposicionar y superar estás problemáticas al imaginar otras posibilidades y otros, “muchos” mundos.

La experiencia personal sí genera conocimiento; es lo que me impulsa al estar aquí, escribiendo. Sin estar –tanto– en un terreno afectivo, sin ciertos juicios de valor y reduciendo la cuestión subjetiva respecto a los gustos. Esto no es una crítica a los subgéneros del metal, es una muestra del ejercicio de reflexión de una morra que quiere compartirlo con otras morras que escuchan metal y con las que no lo escuchan.

Deseo comunicar mi experiencia con vatos y con todes que no escuchan reggaetón porque lo ven como una expresión inferior; que al final, la música es el pretexto y el medio. Esto va más sobre discurrir, y que entre todes les que hemos violentado consciente e inconsientemente dimensionemos que denunciar y empatizar no sólo se hace un día; que acuerpar, ser críticx y escuchar son acciones que se hacen a diario. Este .txt se libera para que llegue a mujeres y a cualquier persona que haya vivido experiencias violentas dentro de la industria musical, y para todes les que aman a la música tanto, o más que yo. Caer en cuenta, para comprender que ya no podemos seguir siendo partícipes dentro de una dinámica de agresión, y que ya no es opcional reproducir la violencia sistemática y simbólica con las personas con las que compartimos un espacio e intereses afines.

No sé si sigo siendo esa roquerita que escuchaba reggaetón a escondidas, pero por el momento sólo aspiro a generar resonancia para que de una buena vez las –mujeres– dejemos de preguntarnos si realmente somos artistas, creativas y productoras; y ya no volvamos a sentir que sólo somos groupies, musas o meramente ornamento en las escenas e industrias culturales. Imagino otra escena, otros circuitos y otra industria en donde la violencia deja de mantenernos al margen. Y que cuándo decidamos que queremos dedicarnos al arte y a la música ya no tengamos que privarnos de asistir y ocupar espacios. Ahora mismo, termino este párrafo pensando en todas las roqueritas y bellaquitas venideras, que anhelo, que ya no tengan que resistir ni sufrir para poder estar y crear.